sábado, 24 de noviembre de 2012

'Todos los besos del mundo', de Félix Romeo




UN PROFUNDO AMOR

Félix Romeo
Todos los besos del mundo
Zaragoza, Xordica Editorial, 2012.

Desde que murió Félix Romeo, hace trece meses y medio, no he podido sumergirme en una piscina sin acordarme de él y de cuánto le gustaban, y también le he recordado al sumergirme en un montón de libros que hubiéramos comentado, aunque le encantaba llevarme la contraria y solía reñirme por mis reseñas (algo que también hacía con Julio José Ordovás o incluso en relación a las opiniones de José-Carlos Mainer, lo cual, paradójicamente, subrayaba el respeto que sentía por nuestro modo de leer, en contraste con la condescendencia sin matices que en general aplicaba a otros amigos más cercanos a los que estimaba más en lo personal). Creo, por ejemplo, que, entre los libros que inconcebiblemente no ha podido leer, le hubiese gustado el Diario de invierno de Paul Auster, el segundo volumen del epistolario de Juan Ramón Jiménez, las magníficas Cartas de Saul Bellow traducidas para Alfabia por nuestro querido Daniel Gascón o la recopilación de los poemas de Edward Thomas. También, aunque me echó una bronca homérica por aplaudir con entusiasmo la formidable Némesis, sé que hubiese lamentado el reciente anuncio de silencio definitivo de Philip Roth, cuya Pastoral americana veneraba. Pero más absurdo aún es que no llegase a tener los libros que han publicado en 2012 algunos de sus amigos más admirados y constantes: Las leyes de la frontera de Javier Cercas, Escritores y escrituras de José Luis Melero, Te veo triste y El llanto de los boxeadores de Fernando Sanmartín o esa deliciosa y sencilla bildungsroman que Antón Castro ha titulado Cariñena. Y tanto como le gustaba tocar y manosear los libros (los agarraba con fuerza y los combaba y escudriñaba por todos lados, acercándolos y alejándolos para verlos de diferentes modos, dándoles vueltas como si manipulase el volante de un coche), es simplemente doloroso que nosotros hayamos podido ver, leer y subrayar sus dos últimos libros, y él no. Nadie tendrá jamás un ejemplar dedicado de esos dos títulos, y me parece que eso, misteriosamente, dice algo de su carácter, pues, aunque siempre generoso, cariñoso y presente, era un hombre lleno de silencios interiores, de zonas que no quería compartir, de fantasmas, de espacios en blanco que sin embargo rebosaban significados que sólo él poseía y masticaba.

El último mail que me escribió fue para felicitarnos a mi mujer y a mí por el anuncio de nuestro primer hijo, a quien tampoco, tanto como le gustaban los niños, ha podido conocer. Cuando Bruno cumplió nueve días en este mundo, leí junto a su sueño esa pesadilla ya póstuma que es Noche de los enamorados, que precisamente me trajeron a casa ese oportuno 14 de febrero. Es el libro que Félix había dejado listo para publicar, un reportaje estremecedor y crudo sobre el maltratador a quien había conocido en la cárcel exactamente diecisiete años atrás, el día de los enamorados de 1995. Si sólo publicó tres libros en vida (Dibujos animados, Discothèque y Amarillo), desde su muerte, como adelantaba arriba, ya han aparecido otros dos (aparte de reediciones de sus dos primeras novelas en la colección de bolsillo de Anagrama), y el segundo de ellos, la recopilación de cuentos Todos los besos del mundo, es tal vez el mejor de todos, el que más y mejor retrata y hace justicia a su autor. Organizada por la escritora Eva Puyó y por el editor Chusé Raúl Usón, esta selección de diecisiete narraciones breves de Félix Romeo ofrece una panorámica extraordinaria de su escritura a lo largo de los años, desde sus primeros cuentos, marcados a fuego por las road movies y por la literatura norteamericana, hasta sus últimas prosas, más despojadas de todo, menos “literarias”, más directas, aunque en la última de ellas, el recuerdo de su “Verano del 75” por Castellón, Valencia y el Desierto de las Palmas de Benicàssim que se publicó originalmente en agosto de 2011 en la revista Letras Libres, vuelve a sus temas familiares y de carretera, cerrando un círculo que, trágicamente, será definitivo.

            Antes de eso hay muchos cuentos de desamor, incomunicación y ruptura (como el magistral “Cigarrillos”), violencia activada por el odio a la violencia, kilómetros y vino, ternura llena de rabia por no poder ser más felices y mejores, por no saber vivir más. Como en las dos páginas perfectas que forman “Temblor”, “él siente un profundo amor y una profunda impotencia”.

[Reseña publicada en ABC (ed. Comunidad Valenciana), 24 de noviembre de 2012]

miércoles, 7 de noviembre de 2012

'La Gran Casa', de Nicole Krauss

GRAN CASA, LA


UN SILENCIO ESTRUENDOSO

Nicole Krauss
La Gran Casa

Barcelona, Salamandra, 2012
Traducción de Rita da Costa

Escribir con la convicción de que quien te va a leer es la persona más inteligente del mundo supone un buen punto de partida para cualquier narrador o poeta, y es un recurso que la novelista neoyorquina Nicole Krauss parece haber puesto en práctica en las tres novelas que ha publicado hasta hoy: Man Walks Into a Room (2001 –Llega un hombre y dice, Salamandra, 2009–), The History of Love (2005 –La historia del amor, Salamandra, 2006–) y ahora esta Great House (La Gran Casa). Si su emocionante segundo título ha quedado consagrado con justicia como una de las mejores novelas de la década pasada, esta nueva obra, construida con materiales similares, es todavía un poco más compleja, misteriosa y exigente con el lector. Harán bien en no acercarse hasta La Gran Casa quienes necesitan que se les explique todo, quienes reclaman que las historias se cierren y encajen como un puzle a través de anagnórisis y casualidades, quienes se desconciertan si se les desorienta. Pero quienes disfrutan con la sutileza, con las conexiones internas que no implican necesariamente el solapamiento de las tramas, con la exposición de un puñado de personajes mucho más unidos de lo que finalmente pueda parecer, o simplemente dejándose llevar por una narración hipnótica y una escritura primorosa, encontrarán en esta novela un lugar muy cómodo, aun con rincones trágicos, donde pasar unas cuantas horas.

            Pero que los desenlaces de cada una de las historias sean complicados, por elípticos y a veces bruscos, no hace que estemos exactamente ante una novela difícil. Cada uno de los mimbres argumentales se presenta con claridad y con la ventaja siempre iluminadora de estar escritos con verdadera maestría, de un modo ya difícil de encontrar en la narrativa estrictamente contemporánea, y sobre todo entre los autores de la edad de Krauss, nacida en 1974. La tensión narrativa de La Gran Casa se mantiene en su punto más alto desde el primer párrafo hasta el último, sin decaer ni un instante, sin ninguna página de transición, sin ningún detalle que no contribuya al éxito final de un relato que habla, sí, del pasado, la memoria y la herencia, pero sobre todo de la identidad individual de cada uno de los protagonistas de la narración y, de rebote, de cada uno de quienes lo leemos, de la libertad y la responsabilidad que implica estar vivos.

            Todo eso es lo que representa el monstruoso escritorio que va desplazándose de una subtrama a otra, desde Nueva York a Jerusalén pasando por Londres y tal vez algún rincón de Alemania, aunque también flota el rumor de que podría haber pertenecido a Federico García Lorca (tal vez la única decisión arbitraria del argumento, que, aunque no se confirma ni se desarrolla, resta verosimilitud a la historia del mueble sin aportar magia). Pero, siendo el principal y más espectacular, ése no es el único ni tal vez el más lúcido símbolo de una novela que también aborda con inteligencia y verdadera sensibilidad los temas de la culpa, la maternidad, la vida conyugal, la escritura, la soledad, la inspiración, la enfermedad, el olvido y, claro, el amor y el desamor, la felicidad y el dolor, la vida y la muerte.

            Krauss escribe con una prosa que se puede considerar “clásica” en cuanto a su profundidad, en su aversión por lo leve o lo insignificante, pero con una estructura muy habitual en la narrativa (sea en papel o en imágenes) de hoy, de historias parciales que se van barajando, relatos fragmentarios e incluso incompletos que sólo cuentan lo que el texto general y las intenciones últimas del autor necesitan. En ese sentido, Krauss ha citado alguna vez a W.G. Sebald como referencia determinante, pero en una lista que dio, preguntada por sus libros favoritos (y junto a algunos precedentes ineludibles al hablar de literatura norteamericana judía, como Saul Bellow o Philip Roth), también constan Los detectives salvajes y 2666, de Roberto Bolaño, Sefarad, de Antonio Muñoz Molina, o incluso Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas. Todos son buenos compañeros de viaje para una escritora que ha sabido satisfacer con brillantez las vertiginosas expectativas que impuso con La historia del amor. Con tal trayectoria, y a sus treinta y ocho años, ilusiona calcular la cantidad de obras maestras que todavía podrá darnos en el futuro.

[Reseña publicada en la edición valenciana de ABC, 27 de octubre de 2o12]

lunes, 5 de noviembre de 2012

'Canciones de Juan Perro', de Santiago Auserón



LO DE SIEMPRE, DE NUEVO

 

Canciones de Juan Perro
Santiago Auserón

Prólogo de Jenaro Talens. Salto de Página. Madrid, 2012. 160 páginas.


Uno no sabe mucho de nada y no sabe nada de muchas cosas, pero, aunque la música y su historia forma parte de la inmensidad de lo que ignora, de vez en cuando se asoma con curiosidad y provecho a ensayos sobre el tema (últimamente Alex Ross, Pascal Quignard, Eugenio Trías o ese ensayo sobre La música de los clásicos que el zaragozano Jorge Bergua Cavero acaba de publicar en Pre-Textos...), ante los que siempre se propone curiosear más, decidirse de una vez a saquear la discoteca de su padre (un melomano que opina que la música se terminó hacia 1880...) y recorrer metódicamente, siglo a siglo, los mejores sonidos obtenidos por la humanidad.

            Por otro lado, asomarme a la música supondría en realidad volver atrás en mi tiempo, pues mucho antes de los libros estuvieron las canciones, y, por ejemplo, el espíritu celebrativo y la inteligencia positiva de las letras de R.E.M., o la melancolía razonada de las de Counting Crows, han sido más importantes para mí que casi cualquier poema.

            Muchas veces la poesía de esas palabras es completamente inseparable de la melodía en que están sumergidas, pero otras veces esas 'lyrics' soportan perfectamente su traslado al papel, y leyéndolas en el negro sobre blanco de los libretos ya se muestran soberbias y convincentes, completas sin necesidad de pulsar el play. En ese sentido, uno de los mejores poetas aragoneses vivos se llama Santiago Auserón, y a las determinantes Canciones de Radio Futura (que Pre-Textos publicó en 1999), se añaden ahora, gracias a la meritoria nueva colección de poesía de Salto de Página, estas Canciones de Juan Perro, y de nuevo con presentación de Jenaro Talens. Tal vez sea por prosaicas cuestiones generacionales, pero en mi opinión éstas son todavía mejores que aquéllas, más sabias y ricas, más conscientes de su profundidad..

            Se ha destacado muy a menudo lo que Auserón, desde su proyecto "La huella sonora", tiene de investigador, de historiador de las raíces de la música popular. Sus canciones no sólo suponen un eslabón que amplía y enriquece ese caudal imparable, sino que se convierten en una revisión erudita de los ritmos y sones de las distintas tradiciones, fundamentalmente hispánicos y latinos, especialmente caribeños, pero también africanos o árabes, todo lo cual, unido a su decisivo protagonismo en la formación del imaginario cultural español de los 80 (Radio Futura fue parte constitutiva de aquellos años, y su repertorio es uno de los que con mayor firmeza y solidez han perdurado) le hizo merecedor en 2011 del Premio Nacional de Músicas Actuales.

            Basta leer el precioso epílogo que Auserón ha escrito para este libro para hacerse cargo de la honda conciencia con la que trabaja, para confirmar que su talento compositor está acompañado de sabiduría teórica, que la intuición instintiva y silvestre del creador no es incompatible con el conocimiento sereno del analista. Pero él sugiere más diferencias de las tal vez necesarias entre canción y poema: aparte de la certeza de que el origen de la poesía es musical, el único condicionamiento a veces indeseado que la música imponía era el de la rima, y en nuestro tiempo cada vez más letristas se atreven con el verso libre (el propio Auserón lo ha hecho, como en la estupenda "La noche de fuego"), y más músicos escriben pentagramas para poemas que jamás imaginaron ser cantados (y en ese sentido es justo destacar el magnífico trabajo del también zaragozano Gabriel Sopeña).

            Con el mismo desenfado con el que hace treinta años Auserón escribió páginas de un idioma urbano que hoy son himnos, con su disfraz trovadoresco de Juan Perro lleva dos décadas explorando y continuando sin complejos una simbología remota. Exigente con quien le escucha (estamos hablando de un poeta sencillo, no de un poeta fácil), logra decir cosas nuevas e incluso insólitas con los pocos materiales de siempre, forjados en comunidades pequeñas y con un entorno de referencias limitado y siempre repetido que, paradójicamente, amplía las posibilidades del poeta no aturdido por la abundancia bulímica de la modernidad. Canciones como "Esta tierra no tiene corazón", "El agua de los ríos", "Cántaro roto" o esa impagable canción de cuna titulada "Duerme zagal" son infinitamente ricas en su sencillez y su aparente ingenuidad. Éstos y otros más sugerentes y menos accesibles, como "Yo te cito", son poemas de amor, temor y muerte que hablan con laboriosa humildad de todo lo que importa, recurriendo a claves tradicionales que no repelen elementos modernos o referencias históricas y que entremezclan sin conflictos humor y seriedad, levedad y circunspección, alegría y misterio. Todo lo que conforma la corriente principal del río infinito de la poesía.

 
[Reseña publicada en Clarín, nº 100 -marzo-abril 2012-]