miércoles, 7 de noviembre de 2012

'La Gran Casa', de Nicole Krauss

GRAN CASA, LA


UN SILENCIO ESTRUENDOSO

Nicole Krauss
La Gran Casa

Barcelona, Salamandra, 2012
Traducción de Rita da Costa

Escribir con la convicción de que quien te va a leer es la persona más inteligente del mundo supone un buen punto de partida para cualquier narrador o poeta, y es un recurso que la novelista neoyorquina Nicole Krauss parece haber puesto en práctica en las tres novelas que ha publicado hasta hoy: Man Walks Into a Room (2001 –Llega un hombre y dice, Salamandra, 2009–), The History of Love (2005 –La historia del amor, Salamandra, 2006–) y ahora esta Great House (La Gran Casa). Si su emocionante segundo título ha quedado consagrado con justicia como una de las mejores novelas de la década pasada, esta nueva obra, construida con materiales similares, es todavía un poco más compleja, misteriosa y exigente con el lector. Harán bien en no acercarse hasta La Gran Casa quienes necesitan que se les explique todo, quienes reclaman que las historias se cierren y encajen como un puzle a través de anagnórisis y casualidades, quienes se desconciertan si se les desorienta. Pero quienes disfrutan con la sutileza, con las conexiones internas que no implican necesariamente el solapamiento de las tramas, con la exposición de un puñado de personajes mucho más unidos de lo que finalmente pueda parecer, o simplemente dejándose llevar por una narración hipnótica y una escritura primorosa, encontrarán en esta novela un lugar muy cómodo, aun con rincones trágicos, donde pasar unas cuantas horas.

            Pero que los desenlaces de cada una de las historias sean complicados, por elípticos y a veces bruscos, no hace que estemos exactamente ante una novela difícil. Cada uno de los mimbres argumentales se presenta con claridad y con la ventaja siempre iluminadora de estar escritos con verdadera maestría, de un modo ya difícil de encontrar en la narrativa estrictamente contemporánea, y sobre todo entre los autores de la edad de Krauss, nacida en 1974. La tensión narrativa de La Gran Casa se mantiene en su punto más alto desde el primer párrafo hasta el último, sin decaer ni un instante, sin ninguna página de transición, sin ningún detalle que no contribuya al éxito final de un relato que habla, sí, del pasado, la memoria y la herencia, pero sobre todo de la identidad individual de cada uno de los protagonistas de la narración y, de rebote, de cada uno de quienes lo leemos, de la libertad y la responsabilidad que implica estar vivos.

            Todo eso es lo que representa el monstruoso escritorio que va desplazándose de una subtrama a otra, desde Nueva York a Jerusalén pasando por Londres y tal vez algún rincón de Alemania, aunque también flota el rumor de que podría haber pertenecido a Federico García Lorca (tal vez la única decisión arbitraria del argumento, que, aunque no se confirma ni se desarrolla, resta verosimilitud a la historia del mueble sin aportar magia). Pero, siendo el principal y más espectacular, ése no es el único ni tal vez el más lúcido símbolo de una novela que también aborda con inteligencia y verdadera sensibilidad los temas de la culpa, la maternidad, la vida conyugal, la escritura, la soledad, la inspiración, la enfermedad, el olvido y, claro, el amor y el desamor, la felicidad y el dolor, la vida y la muerte.

            Krauss escribe con una prosa que se puede considerar “clásica” en cuanto a su profundidad, en su aversión por lo leve o lo insignificante, pero con una estructura muy habitual en la narrativa (sea en papel o en imágenes) de hoy, de historias parciales que se van barajando, relatos fragmentarios e incluso incompletos que sólo cuentan lo que el texto general y las intenciones últimas del autor necesitan. En ese sentido, Krauss ha citado alguna vez a W.G. Sebald como referencia determinante, pero en una lista que dio, preguntada por sus libros favoritos (y junto a algunos precedentes ineludibles al hablar de literatura norteamericana judía, como Saul Bellow o Philip Roth), también constan Los detectives salvajes y 2666, de Roberto Bolaño, Sefarad, de Antonio Muñoz Molina, o incluso Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas. Todos son buenos compañeros de viaje para una escritora que ha sabido satisfacer con brillantez las vertiginosas expectativas que impuso con La historia del amor. Con tal trayectoria, y a sus treinta y ocho años, ilusiona calcular la cantidad de obras maestras que todavía podrá darnos en el futuro.

[Reseña publicada en la edición valenciana de ABC, 27 de octubre de 2o12]

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