lunes, 27 de abril de 2009

Órbita



Nada termina nunca

Órbita

Miguel Serrano Larraz. Candaya. Canet de Mar, 2009. 192 páginas

De vez en cuando llegan libros que, aparte de lo que nos hacen disfrutar, contribuyen a desnudar la inanidad de buena parte del resto. ¿Qué tipo de crítico es el que no reconoce de lejos la diferencia entre unos y otros, o el que no detecta el talento, o el que entona el perverso “todo vale”? ¿Quién, por ejemplo, no ha comprendido todavía que en Zaragoza hay más poetas que poesía, y mucha gente a la que le gusta más publicar que escribir, o que prefiere publicar quince libros malos a ofrecer uno bueno?...

Nuestra tierra vive un excelente momento literario, pero no por la asfixiante cantidad de escritores sino por la insobornable calidad de unos pocos entre ellos, y Órbita viene a colocar a Miguel Serrano en la nómina de lo mejor que tenemos. Su primera novela, Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2007), decepcionó a algunos de quienes sabíamos que era capaz de escribir una narrativa como la que hoy nos trae aquí, pero ahora le vemos convertido ya en ese escritor que podía llegar a ser, y por mi parte estoy seguro de que aún seguirá creciendo.

El humor descarriado e intrascendente de aquel debut narrativo se convierte en estos nueve cuentos en ironía brillante y bien medida, que lo es por acompañar a la emoción, por enriquecer y colorear la inteligencia, por rematar el acierto literario. En el primer cuento, una obra maestra que da título al volumen (con un primer párrafo estrictamente inolvidable), pasamos del pícaro Troyano al superdotado Soriano, es decir, de la antiépica corrosiva a la cotidianeidad y la cercanía, y salimos ganando, pues si aquél era un pobre diablo sin rumbo éste es un joven no menos despistado pero con muchas más posibilidades (que se multiplican en el magistral desenlace abierto). “Shaman’s Blues”, en cambio, decae en el anecdótico final, pero antes ha acertado a expresar con enorme belleza la candidez impaciente de los quince años y el amargo naufragio de los dieciocho. En él ya son nítidas sus deudas con Roberto Bolaño (que se hacen más concretas en otras partes del libro: ese siniestro “enorme coche negro” en la penúltima página de “Y así sucesivamente”...), pero por fin un narrador joven comprende que asumir y aprovechar los tremendos descubrimientos del chileno pasa necesariamente por no intentar imitarlos. “Estrategia del aplauso”, sin ir más lejos, es otra preciosa crónica de una juventud vivida con tanta intensidad como desorden, y en la que, de nuevo, el argumento no importa tanto como la melodía. Sus páginas son paralelas a las de otro joven bolañiano, el colombiano Juan Sebastián Cárdenas, cuyos personajes narran los años en que “la vida y los libros se escribían con la misma mano” (Carreras delictivas, Madrid, 451 Editores, 2008).

Este libro, en fin, ofrece y desarrolla nueve buenas ideas, pero yo he disfrutado sobre todo de la poesía con la que las envuelve y les da forma. No ha habido últimamente muchos libros así entre nosotros, así que, por favor, entren en Órbita en cuanto puedan.

(Reseña aparecida en el suplemento 'Artes & Letras' de Heraldo de Aragón, 23 de abril de 2oo9. El 19 de mayo presentaré Órbita, junto a Miguel Serrano, en la librería madrileña Tres Rosas Amarillas.)

viernes, 24 de abril de 2009

un lazo hermoso

(Madrid, 21 de abril de 2oo9)

UNA CARTA

Leo las rayas
del arado en la tierra

cocino con un aceite de nueces
que me venden los vecinos

también hacen un licor de naranja
y a veces nos emborrachamos

la gente trabaja mucho
y es tranquila

los domingos
las mujeres se ponen un lazo hermoso
en la garganta

es una maravilla la nieve
ahora los copos son cristales

ya se me acabo el dinero
y no quiero regresar

(Gustavo Adolfo Garcés, poema incluido en la revista mexicana El perro, nº 8, p. 7)

martes, 21 de abril de 2009

sobre los pioneros

(Casa donde nació y vivió hasta los 20 años Ernest Hemingway, en Oak Park: 4 de abril de 2oo9)

"En 1953, la publicación de Las aventuras de Augie March marcó un rumbo tan apartado de la corriente narrativa norteamericana que hacía imposible extraer lección literaria alguna: no dejaba estela, y abría un canal tan absolutamente singular que resultaba inimitable. Mucho antes, Ernest Hemingway fue el artífice de otra divergencia radical en la prosa novelística: tras heredar la carga estilística del siglo XIX, con su elaborada "pintura" de interiores y paisajes, su obligada omnisciencia y su carácter moralizante, propio del ensayo, le quitó el exceso de sustancia ("poniendo un paño al requesón", según su propia expresión), podó las construcciones subordinadas y recortó el diálogo, dejando poco en pie de la antigua selva literaria. Un ejército de buscadores de concisión lo siguió en un movimiento que abarcó dos o tres generaciones de imitadores, hasta que la característica sequedad de Hemingway acabó resquebrajándose y convirtiéndose en polvo. La frase de Hemingway quedó colgada en la pared como el retrato de un antepasado, y feneció por tener demasiada progenie. Augie March, por el contrario (aun contando con sus propios antepasados, no tanto en estilo como en carácter), era en sí misma demasiado fecunda para producir epígonos, imitadores o descendencia; como si en su propia energía interior residiera o se agotara toda forma y manera de procreación"

(Cynthia Ozick, exacta en la introducción a Saul Bellow, Carpe Diem, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2oo6, p. 7. Trad. de Benito Gómez Ibáñez. Después de todo eso llegó Salinger).

Heridas causadas por tres rinocerontes



Repasando mis notas de lectura, compruebo que durante el año pasado leí algo más de cien nuevas obras de autores españoles publicadas durante el propio 2008. La más hermosa, limpia y emocionante de todas ellas se titula Heridas causadas por tres rinocerontes y la escribió Fernando Sanmartín. La descubrí en primavera con incredulidad, la releí inmediatamente después con emoción, y he vuelto a recorrerla otras dos veces desde entonces sin que la admiración y la gratitud hayan hecho otra cosa que aumentar.
Hay libros que uno no querría reseñar sino regalar masivamente, copiarlos con buena letra en cuadernos pequeños y dejarlos en los bancos de los parques o de las paradas de autobús, reproducirlos todo lo posible para que más gente pueda llegar hasta ellos y saborearlos. Son libros cuyos derechos debería comprar el Estado para imprimir millones de ejemplares y repartirlos por las casas como si fuese el listín telefónico, ya que su lectura aumentaría no ya el nivel cultural sino la calidad civil de las personas, la bondad y la comprensión de los ciudadanos, la atención popular por las cosas importantes. Sería bueno fundar un país donde sucedieran esas cosas, un lugar donde el poder supiese que hay textos que mejoran a quienes los leen, que producen personas más completas y libres. Yo, por mi parte, he regalado estas Heridas causadas por tres rinocerontes a todos los médicos que conozco, y estoy seguro de que nada de lo que pueda escribir aquí, por muy sincero y entusiasta que sea, sería tan eficaz para recomendarlo como copiar sin más dos o tres de sus mejores páginas.
Confieso que es un libro que ya me gustaba antes de leerlo, no tanto por intuición como por ilusión, por esperanza e incluso por sentido común. Cuando un poeta tan pudoroso y discreto como Fernando Sanmartín (y éste, sea lo que sea, es fundamentalmente el libro de un poeta) publica un breve cuaderno de los días en que su hijo luchaba contra la leucemia, es inmediatamente evidente que estamos ante un título que no se puede dejar escapar porque ha de tratarse de un libro importante, crudo, verdadero. Después las expectativas quedan completamente satisfechas al comprobar que todo está bien en él, desde la preciosa edición de Xordica (ilustrada por el niño que coprotagoniza el diario) hasta casi cada una de sus secciones, de sus páginas, de sus palabras.
En la página 20 de Hacia la tormenta (el anterior diario publicado por Sanmartín —Zaragoza, Xordica, 2005—) nacía Yorgos, el niño que ahora es casi siempre nombrado, sin más, «el niño enfermo», excepto en la dedicatoria, en el prólogo y en algunas pocas ocasiones más. Si ese prólogo no es un epílogo, como tal vez agradecerían ciertos lectores, es seguramente porque en él se nos explica que el niño superó felizmente la enfermedad y que está lleno de vida y futuro, aviso que en buena medida hace menos angustiosa la lectura de todo lo que sigue, sabedores desde el principio de que no va a terminar trágicamente.
Pero el libro es, con todo, estremecedor, y sabe expresar y compartir algo tan inefable y privado como el pánico a una pérdida que resultaría inconcebiblemente dolorosa. «Necesito que cese, en algunos momentos, la desesperación», declara en p. 23, y poco después se nos regala uno de los párrafos más exactos del libro, que he de citar completo: «El destino, la vida, nos corrige. Y lo hace sin delicadeza. Porque vivir es un capricho del destino, una cortesía. Yo quiero escribir contra el destino, quiero negarlo, impedir que siga devorándome. Pero lo único que hago es colorear una máquina de tren con Yorgos, compartir con él ese dibujo, hacer algo en común. Nos intercambiamos pinturas, nos fijamos en los contornos. Yo lo miro a él. Miro su rostro. Su cabeza sin pelo. Su ternura. Mis llagas» (p. 26). Inmediatamente antes de estas palabras se dice algo que, en mi opinión, sería más cierto si se le diera la vuelta: «Yorgos, dentro de dos meses, cumplirá cuatro años. Celebrará ese día, y todos sus cumpleaños futuros, como un amanecer», cuando sucede que en medio del miedo, la enfermedad y el dolor uno celebra cada amanecer como si fuese un cumpleaños.
Se dice también que «el silencio es la herramienta, lo único que hace no quedar mal» (p. 29) y se comprende que «no existen los disfraces si uno se ha desmoronado de verdad» (p. 36), aunque la primera parte ha terminado con una sublime declaración de esperanza: «Hay días en los que subo a un taxi para huir. Los semáforos lo impiden. Y lo impide el equipaje invisible que llevo siempre. Aunque, sobre todo, lo impide mi certeza de que la vida volverá a llenarse de almohadones» (p. 29)...
Estoy completamente convencido de que no puede haber literatura verdaderamente alta que no sea a la vez profundamente humilde. Heridas causadas por tres rinocerontes es, en ese sentido, una lección inolvidable sobre cómo poner la literatura al servicio de la vida, aun teniendo entre manos un tema tan delicado y tan susceptible de desembocar en lo lacrimógeno. Lo que consigue Sanmartín, sin embargo, es de una pulcritud perfecta:
«Le pongo al niño, en sus heridas, unas gotas de Betadine. Me mancho las manos, y el niño se ríe de mis dedos manchados. Y esa risa es un balneario» (p. 34).

(Reseña publicada en La Tormenta en un Vaso, el 10 de abril de 2oo9: http://latormentaenunvaso.blogspot.com/2009/04/heridas-causadas-por-tres-rinocerontes.html)

domingo, 12 de abril de 2009

un vago existir de luz

(El cielo sobre Greektown, en Chicago: 4 de abril de 2oo9)

CIELO

Te tenía olvidado,
cielo, y no eras
más que un vago existir de luz,
visto -sin nombre-
por mis cansados ojos indolentes.
Y aparecías, entre las palabras
perezosas y desesperanzadas del viajero,
como en breves lagunas repetidas
de un paisaje de agua visto en sueños...

Hoy te he mirado largamente,
y te has ido elevando hasta tu nombre.

(Juan Ramón Jiménez, Diario de un poeta recién casado, Madrid, SECC, 2oo8, p. 33. Selección de Luis Muñoz.)

sábado, 11 de abril de 2009

sin estruendo

("Miss Expanding Universe" (1932), de Isamu Noguchi, en The Art Institute of Chicago: 4 de abril de 2oo9)

quiero ser una hoja cualquiera
de un árbol cualquiera
de una ciudad cualquiera
caer sin estruendo
entre la indiferencia
de pájaros y transeúntes

quiero no soñar

porque creo firmemente
que las hojas no sueñan un vuelo
confortable
un envés con airbag
un cauce de orines templados
que las lleve lejos

(Isabel Bono, Poemas reunidos Geyper, Málaga, Eppur, 2oo9, p. 89)

viernes, 10 de abril de 2009

the fruit

(Cerca de Navy Pier, en Chicago: 3 de abril de 2oo9)

DYLAN

I had a dream last night
that a little girl came to me.
Her hair was a halo of warm light
and color dripped off her tongue.

She was your daughter
and in her I saw the fruit
of everything I'd ever fought for
or believed in, or dreamt of.

(Jewel, A night without armor. Poems, Nueva York, HarperCollins Publisher, 1998, p. 44.)


jueves, 9 de abril de 2009

No es vacío

(Torre Sears, en Chicago, 3 de abril de 2oo9)

TEMPERATURA CERO

Saber que hay más,
que tierra adentro hallaré a los hombres
y el ruido de sus coches,
tampoco afecta.
No es el orden ni el silencio.
No es amor. No es vacío.
Son las piedras desnudas
que no dejan de esperar.
El mar pálido que, ausente como tus ojos,
todo lo domina.
Y esas nubes
sin deseos de comprender.

(Isabel Bono, Poemas reunidos Geyper, Málaga, Eppur, 2oo9, p. 31.)



(...y su ascensor...)

miércoles, 8 de abril de 2009

the touch of dreams

(4 de abril de 2oo9: A orillas del lago Michigan, en Chicago)

BETWEEN TWO HILLS

Between two hills
The old town stands.
The houses loom
And the roofs and trees
And the dusk and the dark,
The damp and the dew
Are there.

The prayers are said
And the people rest
For sleep is there
And the touch of dreams
Is over all.

(Carl Sandburg, Chicago poems, Chicago, University of Illinois Press, 1999, p. 133.)